
Después de una historia de censuras, represiones y triunfos parciales,
el periodismo parece haber encontrado un nuevo camino: la asociación directa
con la ciudadanía. “Nuestra profesión es vocacional, es un sacerdocio. Estamos
casados con la realidad que vivimos, cada cual a su medida, y a ella nos
debemos en cuerpo y alma”
Esa definición, pronunciada por Gregorio Goldenberg en plena dictadura
militar chilena (“Autonomía profesional y trabajo periodístico: ¿Una realidad
posible?”), es de aquellas que no admiten interpretaciones tibias: o se está
con ella o contra ella. De ahí parten, efectivamente, todos los deberes,
sueños, penurias y tragedias que, en mayor o menor medida, atañen a quienes han
ejercido o ejercen la tarea de informar profesionalmente al público.
El idealismo, juegue éste en favor o en contra de quien lo practica, es algo inherente al periodismo. Si no fuese así, la identificación con el ciudadano común se diluiría a la menor amenaza del poder o tentación de la comodidad.
El idealismo, juegue éste en favor o en contra de quien lo practica, es algo inherente al periodismo. Si no fuese así, la identificación con el ciudadano común se diluiría a la menor amenaza del poder o tentación de la comodidad.
Partiendo entonces de la base que el periodismo no es un simple oficio
para “ganarse la vida” sino que conlleva el segundo compromiso, de carácter ético,
de tratar siempre de ser fiel a la realidad que se percibe, se puede entender
por qué esta profesión ha atravesado situaciones tan complejas como
contradictorias: desde éxitos históricos, como la revelación del escándalo de
Watergate, pasando por la infinidad de censuras y represiones dictatoriales,
hasta el desperfilamiento y alto desempleo propio de la época actual, en todo
lo cual ha influido, por supuesto, la definición ya citada.
En su ejercicio, el periodista invade varios escenarios ajenos: el de
los políticos y gobernantes, para criticarles y sugerirles lo que deben hacer;
el de los artistas, cuando la inspiración profesional compite con la artística
en los medios de exposición masiva; el de los jueces, abogados, escritores,
ingenieros y cuanta profesión haya que merezca una observación pública. Pero el
escenario que más y mejor debe invadir es el del público en sociedad.
Después de tres siglos de historia periodística, puede decirse que este
invasor profesional ha sido habitualmente soportado por los demás actores
sociales, ya que no ha logrado convencerlos del todo acerca de la imperiosa
necesidad de su tarea. Su diaria obligación de representar y defender los
intereses del público se ha visto obstruida, directa o indirectamente, por los
intereses de su empresa empleadora; cuando ésta ha actuado con más espíritu
social que ambición o urgencia económica, el desempeño ha resultado
generalmente satisfactorio y fructífero; cuando ha ocurrido al revés, se ha
frustrado el mensaje periodístico.
En lo político, a su vez, se ha dado una paradojal constante: las crisis
democráticas y las dictaduras han sido menos desfavorables al ejercicio del
periodismo que los propios períodos de relativa tranquilidad social, como la
actual. La causa es simple: tanto en la anarquía como en el autoritarismo
resulta en definitiva inútil y absurdo tratar de ocultar la realidad de fondo
porque ésta brota en forma espontánea del propio caos o del falso orden
imperante y es, por ello, más fácil de captar y reproducir con cierta
fidelidad; en la democracia globalizada de los 2000, en cambio, esa realidad de
fondo parece como de ficción en medio de la aparente paz y “felicidad”
reinante, por lo que resulta difícil incluso distinguirla.
Nuevos socios
Es patente, después de
todas esas etapas, procesos y vicisitudes, que el periodismo perdió su guerra
fría con los medios de comunicación que le albergaron tradicionalmente y que
éstos, además, le han relegado a un segundo plano tras definirse en favor de
sus intereses particulares, directamente vinculados con la promoción de la
imagen corporativa, la obtención de rentabilidad comercial y la defensa del
sistema de libre mercado. Es también evidente que políticos y gobernantes,
dejándose llevar por la corriente globalizante, tampoco están dispuestos a
arriesgar su trayectoria para comprometerse con una información pública abierta
y verdaderamente democrática. Y la ciudadanía, llamada a participar y opinar,
no parece masivamente interesada en ello, como no sea para perfeccionar su
consumismo.
Así, ya sin el vehículo empresarial que le permitió llegar a todo el
mundo durante el siglo pasado, sin una genuina convicción de parte de
gobernantes y gobernados sobre la libre información y sufriendo el éxodo de
muchos y muy buenos profesionales hacia especialidades distintas, como las
relaciones públicas y el marketing, el periodismo ha debido recurrir a la vieja
máxima de “renovarse o morir”. Y en este camino se ha encontrado, mágicamente,
con un medio de comunicación no sólo universal, de fácil acceso, sin
propietarios y –al menos hasta ahora- con pocas posibilidades de ser censurado,
sino también con un número de usuarios en permanente crecimiento y ávido de
conocer, opinar y participar: la red Internet.
En este nuevo público, aún
poco entrenado, y este nuevo medio, de recursos aparentemente ilimitados y
muchos de ellos gratuitos, el periodismo ha detectado la posibilidad cierta de
conseguir nuevos socios. Esta asociación ya en ciernes, llamada periodismo
participativo o ciudadano, está dando que hablar y puede ser el destino de una
profesión que, quizá como ninguna otra, necesita de la auténtica democracia
para poder vivir. Enhorabuena.
Informacion tomada de: Libro “Autonomía profesional y trabajo periodístico: ¿Una realidad posible?”

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